Montserrat Cano afirma que se siente
ciudadana del mundo. Nació en Vilafranca del Penedés
(Barcelona), en 1955. Tres años más tarde, su
familia se trasladó a La Pobla de Segur (Lérida)
donde vivió hasta 1960, fecha en la que, a causa del
trabajo de su padre, tuvieron que fijar su residencia en Madrid.
Desde entonces, Madrid ha sido su ciudad o, mejor dicho, la
principal de ellas.
Aliaga, un pueblecito de Teruel donde pasó muchos veranos
en la casa de sus tíos, es el reducto imaginario de su
niñez. Vallehermoso, en La Gomera, el paraíso
alcanzado. Santa Catarina, cerca de Lisboa, el lugar desde el
que, en los últimos tiempos, planea su futuro. Se ha
enamorado de casi todos los lugares que ha visitado y desearía
vivir lo suficiente para conocer el mundo entero.
Estudió Periodismo en la Facultad de Ciencias de la Información
de Madrid y trabajó durante muchos años en Telefónica.
Tiene dos hijos. Amante del cine, la música clásica,
la historia, la pintura, los carnavales y las discusiones con
los amigos, es una lectora compulsiva y una escritora lenta.
Ha publicado los libros de relatos Retrato de la felicidad,
Equilibrio inestable, Dios y sus dados y Cielo abierto,
y los poemarios Arqueología y La mujer desarmada.
Ha participado en numerosas obras colectivas y su obra figura
en varias antologías.
En Cuadernos del Laberinto también ha publicado Los
viajes inútiles, Arqueología,
La
Gomera y el arrebato, una guia literaria y de viaje de esta
isla; Hazversidades
poéticas y ha participado en Laberinto
breve de la imaginación, Antología
de poetas contemporáneas ENÉSIMA HOJA y en
ATLAS
POÉTICO. Viajeras del siglo XXI
En narrativa ha obtenido, entre otros, los premios Gabriel Miró,
Teodosio de Goñi, Tomás Fermín de Arteta,
Flora Tristán y Villa de Benasque, además de accésits
en Hucha de Oro, Cuidad de Villa del Río y Ciudad de
Tudela. En poesía ha sido premiada en los certámenes
Juan Antonio Torres, Laguna de Duero y Dionisia García.
Más información: www.montserratcano.es
Acaban de cerrar el museo. Seguramente las vírgenes
flamencas también cierran los ojos, reclinan la cabeza y estiran sus mantos.
La luna nacarada de diciembre vigila la ciudad, los magnolios del paseo cantan
a lo perdurable. En tardes clandestinas como ésta quisiera saber cegar
el corazón al invento cruel de la belleza. (De La mujer desarmada)
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